✎ Afganistán y nuestro deber moral
Deber moral = reducir la exposición a sufrimiento de personas ajenas a nuestra frontera constitucional
Cuando Zapatero sacó a España de Irak tras su inesperada victoria electoral en 2004, recuerdo que me enfadé. Tenía 18 años y aquellas habían sido mis primeras elecciones como votante. Creo que dije algo del estilo “yo no voté izquierda para esto”. Me parecía que, independientemente de que uno pensara antes de la invasión de Irak sobre su conveniencia o no, una vez ejecutada los invasores habían adquirido un compromiso con la ciudadanía iraquí, que al fin y al cabo llevaba décadas bajo una dictadura. Irse deprisa y correcto equivalía a romperlo, fallando a una suerte de deber moral para ayudar a dicha ciudadanía a evitar, o al menos reducir, su sufrimiento.
Hoy, con otra media vida encima, siento un poco lo mismo ante la salida decidida por Joe Biden de Afganistán. De ser ciudadano estadounidense habría votado por él sin dudarlo (no creo que esto sea una sorpresa para casi ninguno de los lectores de este texto, la verdad). Y por tanto mi enfado habría sido similar, creo.
El deber moral
La decisión básica es de carácter moral. ¿Tenemos una obligación de hacer algo cuando otra persona está sufriendo, si pensamos que podemos ayudar a reducir su sufrimiento? Si pensamos que sí, ¿dónde termina ese deber?
→ En la frontera identitaria. Debemos ayudar a los que son como nosotros. Es curioso, pero este argumento tiene versiones casi equivalentes en la izquierda y en la derecha: no debemos inmiscuirnos en asuntos ajenos que no entendemos del todo. Es una idea hija del relativismo cultural (igual que el deber moral sin fronteras es hijo del universalsmo), que por la izquierda tiene un tono anti-colonialista (“la justificación del colonialismo también era la de mejorar la vida de la gente en las colonias”) y por la derecha es más bien nacionalismo proteccionista. También hay una versión comunitarista que se da tanto entre la izquierda como entre la derecha: debemos ayudar solamente al vecino, al que conocemos, entendemos y con quien compartimos vida.
Mi problema con este tipo de argumentos, con todos ellos, es que yo sí creo que al menos la reducción del sufrimiento es una aspiración de todo individuo, esté donde esté, y también creo que si alguien dispone del poder para al menos intentar que otras personas cumplan este objetivo, tiene el deber moral para ejercerlo.
→ En la frontera constitucional. Una versión más sofisticada del límite fronterizo se da con la definición de comunidades auto-gobernadas. Una democracia puede ser entendida como un mecanismo para reducir las probabilidades a largo plazo de que los individuos que la forman sufran. Es decir: votamos para asegurarnos de no ser los constantes perdedores de las decisiones comunitarias que tomamos. ¿Por qué íbamos a imponer nuestras soluciones a problemas ajenos a estos mecanismos?
La respuesta por defecto es que la intención de quien asiste es implantar una democracia, precisamente para asegurar la reducción de sufrimiento en el largo plazo. Pero el círculo se cierra porque el contra-argumento suele tomar un aspecto identitario-relativista: otros pueblos tienen otras maneras de organizar su toma de decisiones, la democracia es “occidental” y por tanto resultaría en una “imposición” (apelativo “colonial” da puntos extra entre cierta izquierda), etcétera.
Mi problema es, de nuevo, que yo sí creo en el universal mínimo. La voluntad de cualquier persona de reducir el sufrimiento al que se ve expuesta en su vida, se puede traducir en una necesidad de maximizar la autonomía para decidir sobre el propio futuro. Es decir: en una distribución equitativa de poder. Si no queremos llamarlo “democracia” (algo extraño, porque significa exactamente eso), vale. Pero el diagnóstico de ausencia de autonomía (y por tanto exposición al sufrimiento) no cambia.
→ En lo que nos pueda perjudicar. “Para qué meternos donde no nos llaman y buscarnos problemas, como atentados terroristas en nuestras fronteras” es algo que se puede asociar con la derecha ultra-conservadora estadounidense tanto como con la izquierda post-comunista española.
Este es mucho más complicado que los anteriores de rebatir, aunque aparentemente no lo parezca. La respuesta utilitarista-universal por defecto es que unos sufrimientos no deberían importar más que otros. Pero la verdad es que claro que importan, porque si no, no dispondríamos de instinto de conservación personal (estaríamos siempre dispuestos a sacrificar cualquier cosa por mejorar la vida de cualquier otro individuo), o no nos importaría más el bienestar de nuestros allegados que el de desconocidos. Así que esta es una cuestión inevitablemente de grado: cuánto bienestar propio estamos dispuestos a gastar o a arriesgar para generar el ajeno. Pero una vez se establece en esos parámetros, la conversación se vuelve mucho más viable.
☞ Si definimos el deber moral de reducir la exposición a sufrimiento de personas ajenas a nuestra frontera constitucional como una cantidad consensuada de gasto/riesgo que estamos dispuestos a emprender a cambio de que dichas personas adquieran una mayor autonomía vital de manera sostenible, entonces probablemente EE UU no debería retirarse de Afganistán en 2021, ni España de Irak en 2004. No al menos en la manera en que lo hicieron ambos. En una frase: nosotros nos fuimos, pero la guerra siguió detrás.
El problema técnico
Una vez aceptada la premisa moral (asumamos por un momento que somos capaces de consensuar ese supuesto nivel de gasto/riesgo propio), la siguiente cuestión es cómo producirla.
Este es el verdadero muro en el que se estrellaron Colin Powell, Ben Rhodes, Samantha Power o, mucho antes, Richard Holbrooke: ¿existe alguna manera?
No estoy en disposición de responder esta pregunta (ojalá), pero sí de señalar que deberíamos centrarla ahí. En este caso creo que la pregunta importante, la difícil, es la del cómo.
Hoy escuchamos voces pidiendo que no permitamos el sufrimiento de las mujeres de Afganistán, por ejemplo. Pero a la hora de abordar el cómo:
Apoyemos con dinero, con trabajo voluntario, como podamos, a todas las asociaciones y organismos que puedan hacerles llegar ayuda para resistir. Exijamos a nuestras diputadas y ministras que se organicen y actúen. Movilicémonos ya, ahora y con toda la furia de la que somos capaces. No lo permitamos.
Movilizarnos con “toda la furia de la que somos capaces” no es apoyar “con dinero, trabajo voluntario, como podamos”. Es convertir la exigencia a nuestros representantes en una demanda para… bueno, para invadir Afganistán. O para apoyar a fuerzas internas o vecinales dispuestas a luchar contra los talibanes.
Pero no gustan las invasiones (Irak) ni los financiamientos (Siria). Pero atención: ¿no gustan porque han salido mal (Irak, Siria); o no gustan porque tocan hueso en los límites identitarios, de frontera constitucional o de intereses egoístas? A mí no me gustan porque han salido mal aunque piense que debemos aspirar a que salgan bien. Pero sospecho que en los debates españoles, estadounidenses (o alemanes, italianos, colombianos, argentinos… me da igual) se disfraza a lo segundo de lo primero.
Si a mí me muestran una respuesta técnicamente perfecta a la pregunta de si existe alguna manera de cumplir con nuestro deber moral, y si esta manera pasa necesariamente por una intervención con componente militar, yo lo aceptaré encantado. Exactamente igual que, de haber crecido en la España de Franco, estaría (creo) demandando algún tipo de apoyo.
¿Pero lo harán todos aquellos que sugirieron, pidieron, exigieron a Biden la salida de Afganistán, o a Zapatero la de Irak?
Espero que sí, pero tengo mis dudas.
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“Paternalismo” es una acusación típica a quienes hablamos de deberes morales basados en ciertas aspiraciones universales.
Bueno, a mí lo que me parece paternalista es creer que, por no haber nacido o crecido en tu mismo contexto cultural, una persona no va a querer ser igual de libre que tú.