Los náufragos de la pandemia
Quizás los principios utilitaristas son inevitables después de todo. Y la superioridad moral no lo es.
En sus clases y en su libro ‘Justicia’ a Michael Sandel le gusta utilizar el ejemplo de los náufragos para cuestionar el principio utilitarista.
La historia (basada en hechos reales) va así: un grupo de supervivientes a un naufragio deben elegir quién de ellos va a morir para alimentar a los demás mientras esperan a ser rescatados. El que tenga que morir no estará particularmente contento con la decisión. Además es, por definición, una minoría. Pero los demás sobrevivirán hasta que los rescaten gracias a él.
¿Tiene la mayoría derecho a decretar la muerte de la minoría para asegurar su bienestar?
Endemia = ¿300.000 muertes al año?
Van 5,6 millones de muertes confirmadas desde que empezó el contagio de SARS-CoV-2. La última estimación de exceso de mortalidad del Economist se quedó en 19 millones (aquí van muertes directamente causadas por el contagio y otras indirectamente causadas por el contexto).
Esto nos da un rango de 3 a 9 millones de muertes anuales.
Let that sink in.
Según una estimación de la OMS publicada en 2017, entre 290.000 y 650.000 personas mueren al año en el mundo por gripe.
La letalidad aproximada de la gripe para casos sintomáticos en EEUU es de 0,1%.
La letalidad del SARS-CoV-2 para sintomáticos estaba antes de vacunas en ~1%.
Haciendo unos cálculos muy rápidos, para que COVID → gripe tendríamos que dividir por más de diez la letalidad, y también la cantidad de muertes acumuladas, vista durante estos dos años (yo creo que quince es un cálculo mejor porque creo que las muertes de la COVID tienen más riesgo de estar sobre-estimadas que las de la gripe… además, nos da margen de seguridad).
Listo: en ese momento ese objetivo parece alcanzable gracias al descenso de severidad caso por caso observado gracias a las vacunas, la inmunidad por infección pasada y la menor patogeneidad de ómicron.
Si lo confirmamos, si nos estabilizamos en esas cifras (algo que aún no es seguro porque no hemos salido de la fase de pandemia) ¿quiere decir que ya estaríamos?
Bueno, ya estaríamos… salvo para las 300.000 personas que seguirían muriendo de COVID en el mundo cada año si lo convertimos en el equivalente a la gripe.
Ellos serían los náufragos de la endemia. Las muertes que asumiríamos para poder volver a la normalidad. Ellos, más las personas que seguirían teniendo desarrollos graves de COVID con secuelas aunque no murieran.
Quienes defienden cualquier variante de intervenciones no farmacológicas para controlar el virus o incluso suprimirlo ponen estos náufragos sobre la mesa, igual que Sandel hace con el suyo en sus clases. Son, además, los más vulnerables en términos de salud: personas de más edad, inmuno-suprimidos, comorbilidades significativas, etcétera. ¿Estamos cómodos con esta decisión, ética y moralmente? Eso preguntan.
Los incontables náufragos de la supresión del virus
¿Qué consecuencias tendría tratar de dominar, no digamos ya suprimir, un virus con el grado de contagio que presenta el SARS-CoV-2 en su última mutación?
La humanidad no ha logrado nada parecido. De hecho, la humanidad no lo ha logrado con virus menos contagiosos. Específicamente, las versiones anteriores del SARS-CoV-2.
Esos intentos han tenido un coste desproporcionado para otro grupo vulnerable, tanto o más amplio que el anterior: personas, familias, países enteros de menor ingreso, o con una situación de salud mental o emocional más frágil, o de salud física que han tenido que desplazar decisiones de tratamiento.
Estos son los náufragos de la supresión. Y quienes defienden un retorno a la normalidad inmediato los ponen sobre la mesa igual que sus rivales en el debate ponen a los otros.
Algo de utilitarismo es inevitable
Sandel cita a su náufrago como una manera de desacreditar la noción de que tenemos que ponerle precio a las vidas, un precio en unidades de bienestar. Sin embargo, la realidad es que cuando estos náufragos se usan en el debate sobre políticas acaban produciendo el efecto contrario: siempre hay más de un grupo que pueda ser presentado como náufrago porque cualquier decisión colectiva tendrá muy probablemente costes para una minoría distinta. Y para al menos empezar a tomar una decisión debemos medir, o al menos comprender, sus bienestares y malestares.
La alternativa lleva a la inacción. La inacción colectiva, el no hacer nada, no es viable ni realista porque vivimos haciendo, o vivimos porque hacemos. Y una regla universal fuera de la inacción no funciona porqu cualquier acción tiene efectos redistributivos distintos según el contexto.
No puedo evitar ver esta pandemia como un reto imposible de afrontar si no es al menos con algo de filosofía utilitarista. Algo, no todo: no la versión más burda que desconoce los efectos de una medida sobre minorías/grupos con menos poder de influencia sobre el proceso de decisión, pero sí la más refinada que propone que para tener esto en consideración igualmente hemos de pensar en los individuos como maximizadores (complejos) de su bienestar/minimizadores de su malestar.
Bueno, pero ¿qué hacemos?
Como ya he dicho en otras ocasiones, no creo que haya una respuesta única a este tipo de dilemas. En algunos países la cuasi-supresión puede ser algo factible a coste menor que permitir una vuelta completa a la normalidad.
Si tienes un suministro ilimitado de vacunas, una población urbana, densa, vieja, rica, que puede teletrabajar y un control absoluto sobre tus fronteras, entiendo que lo consideres. Tus principales náufragos aquí son los del primer tipo.
De la misma manera, si tienes una población joven, pobre, que no puede teletrabajar, fronteras porosas, alta complejidad en la dinámica de contactos, entiendo que te centres en el segundo tipo de náufragos, y te preocupe bastante más la pérdida de bienestar no provocada directamente por el virus.
Además, sí, es cierto que ambas posiciones tienden a defender que en su mundo igualmente sufren los otros tipos de náufragos.
Los defensores del retorno a la normalidad apuntan a que es imposible reducir significativamente el contagio en el largo plazo y los más vulnerables en salud acabarán por recibir el impacto directo de la covid o el indirecto de otras condiciones de manera amplificada.
Los defensores del mantenimiento de fuertes intervenciones no farmacológicas exponen que con alto contagio las personas se quedarán igualmente en casa aún sin restricciones, afectando negativamente a todas las otras dimensiones del bienestar que preocupan al otro grupo.
Ambos tienen algo de razón, creo. Pero eso solo nos lleva a subrayar la necesidad de echar cuentas para discernir en qué contexto y bajo qué condiciones unos tienen más razón que otros.
Por último, están los cisnes negros: los eventos de baja probabilidad pero alto impacto que nos convertirían a todos en desdichados, eliminando la división de náufragos comidos y náufragos que comen. De nuevo cada trinchera tiene el suyo. Unos tienen la ruptura irreparable del tejido social y económico si seguimos con fuertes restricciones a la normalidad. Otros, el surgimiento de una variante más destructora si dejamos que el virus siga circulando. Aquí las cuentas se vuelven más borrosas, condicionadas además a la probabilidad asignada a cada evento, pero siguen siendo necesarias. Y, de nuevo, distintas según el contexto: los lugares con tejidos sociales y económicos más frágiles deberían temer más el primer tipo de catástrofe.
Por otra parte, confesaré que a pesar de que he leído mucho y con mente (creo que) abierta, el segundo tipo de cisne (el virus más destructor) me parece poco probable.
¿Dónde nos deja todo esto? Para mí, al menos nos deja en una aproximación al debate distinta de la actual. Una que reconozca los costes de las propuestas de cada bando como punto inicial para tomar decisiones atadas a cada contexto.
Sin eso, las posibles respuestas al virus durante 2022 se seguirán polarizando, separándose de la relevancia. Observando la dinámica inútil, los gobiernos tomarán decisiones peor informadas.
Los náufragos seguirán siendo devorados, pero nadie estará tratando de salvarlos: sólo los emplearán como escudos argumentales para mantener una superioridad moral de la que, en realidad, ninguno de nosotros dispone.
Sería mejor no fingir que nos pertenece.