No fue un golpe a Putin, pero Putin recibió un golpe
La ilusión que Putin sostiene en el poder que proyecta es cada vez menos creíble; lo era fuera de Rusia, y lo es cada vez más dentro de la misma
El pasado sábado 24 de junio el millon y pico de habitantes que conforman la ciudad rusa de Rostov amanecieron con unos tanques en sus calles que no eran ni del ejército ruso regular, ni de la fronteriza Ucrania. Eran del Grupo Wagner, una fuerza privada comandada por Yevgueni Prigozhin, quien la noche anterior había publicado el último de sus discursos grabados en el que afirmaba que iba a mover ficha contra las autoridades militares de la Federación Rusa. Mientras esa mañana hacía valer sus palabras, un grupo de politólogos y analistas decidió que era un buen momento para ponerse a debatir que lo que estábamos viendo no era un golpe de estado. Lejos de parecerme irrelevante o torremarfilista, creo de hecho que este debate es un excelente punto de partida para entender qué pasó ese mismo sábado, y qué implicaciones tiene para Rusia (y, por extensión, para el mundo).
Técnicamente, la condición necesaria para que un acto pueda ser considerado golpe es el intento de cambiar al gobierno existente por la fuerza. Hay dos razones fuertes para no aplicar esta etiqueta a la acción de Wagner:
Derrocar a Putin no era el objetivo declarado de Prigozhin, quien en cambio se centraba en exigir una modificación radical tanto de la estrateiga como del liderazgo del ámbito militar y de defensa (Jefe del Estado Mayor: Guerásimov; Ministro de Defensa: Shoigu).
Prigozhin no disponía de fuerzas ni remotamente suficientes como para plantear un desafío serio a la toma del Kremlin.
Así que quizás la etiqueta apropiada para definir lo que estaba pasando sería motín: Prigozhin buscaba forzar un cambio concreto partiendo de un descontento específico declarado.
Pero si golpe se quedaba grande como definición, motín se quedaba pequeño conforme los hechos nos hacían recalibrar minuto a minuto. Normalmente, a un motín se le presupone un origen localizado geográficamente, espontaneidad, y ambiciones limitadas. Pero los Wagner en rebelión habían puesto rumbo a Moscú y estaban logrando acercarse. Recorrieron unos 800km sin un desafío claro por parte del ejército regular ruso y logrando derribar varios helicópteros en el proceso.
Lo que es más importante: todo ello se producía bajo el marco de un desafío retórico no sólo a las condiciones de combate en el frente ucraniano: Prigozhin había pasado del “nos faltan balas y condiciones para combatir en condiciones” a “esta guerra se justificó en una falsedad que está enviando a nuestros jóvenes a la picadora de carne”. Lo hizo, no es casual, a seguidas de que el Ministerio de Defensa exigiera a Wagner someterse completamente a su autoridad, buscando disolver de facto este ejército paralelo en la estructura del ejército oficial. Su motivación por tanto era protegerse de su propia pérdida de poder, pero el resultado era que Prigozhin estaba justificando su acción contra el corazón político del actual gobierno: la invasión de Ucrania. Encajando con este mismo marco, esa misma mañana, Putin le dio a Prigozhin rango de traidor en su discurso de emergencia ante toda la ciudadanía rusa, soportado por el inicio de procesos penales contra él.
Es decir: aunque Prigozhin no dijo “quiero derrocar a Putin”, tanto su línea discursiva como la respuesta del mandatario les posicionaron como enemigos, haciendo inevitable que la acción fuese entendida como una contra el poder del presidente.
Mientras, se acercaba a Moscú. Cierto es que contaba con unas fuerzas escasas, pero eso solo hace más, no menos, significativo lo que sucedió: ¿cómo logras avanzar casi hasta Moscú desde la frontera sur tomando ciudades a tu paso, incluyendo (¡empezando por!) el cuartel central operacional del ejército regular para la invasión de Ucrania?
Lo logras proyectando una fuerza que es inversamente proporcional a la que logra proyectar tu enemigo.
Fuerza, proyección y credibilidad
El sistema de gobernanza ruso se basa simultáneamente en la proyección de fuerza y en la acumulación de credibilidad sobre esa misma fuerza. Tanto hacia afuera de sus fronteras como hacia adentro, Putin ha dedicado años a construir la proyección de una fuerza, una capacidad estratégica, superior a la que realmente tiene.
¿A qué me refiero con “la que realmente tiene”? En los primeros meses de la invasión a Ucrania vimos la versión material de este trampantojo: camiones y tanques en mal estado, cadenas de suministro que no llegaban al frente, soldados ni motivados ni preparados, cuadros medios poco competentes. Pero también hay una versión política: imaginemos que podemos cuantificar el poder de Putin contando la cantidad de aliados internos que tiene (QA), el grado de lealtad que le tienen al líder (Le), y el poder específico con el que cuenta cada uno (Po) y que puede aportar a la coalición del líder. La función del poder de Putin sería algo como:
PoPu = QA x Le x Po
Pero conocer esto implica contar cabezas y calibrar grado de cercanía. Esto es relativamente sencillo en una democracia: votamos cada cuatro, cinco o seis años; hay un debate abierto entre las élites en el que las señales de apego o desapego a cada liderazgo se intercambian y modifican de forma más o menos transparente, etcétera. En un modelo autoritario caracterizado por la opacidad nadie sabe realmente dónde están las élites o la ciudadanía llana salvo por señales indirectas difíciles de interpretar, siempre sujetas a la duda porque no tienes cómo comprobarlas ni con qué contrastarlas.
Si eres el líder, este sistema te funciona bien siempre que muestres fuerza y tengas más información y credibilidad que los demás actores. Esa era la situación de Putin antes de febrero de 2022. Entonces empezó a recibir los primeros golpes a su credibilidad cuando la invasión no avanzaba como esperaba. Los eventos del 23 y 24 de junio han supuesto un golpe interno. Un signo de debilidad proveniente de cosas que aparentemente no tenías bajo tu mirada: la posibilidad de que un pequeño pero motivado y organizado grupo de paramilitares trate de llegar hasta tu capital para forzarte a cambiar la cúpula militar y el centro de tu estrategia política.
Ese pequeño pero motivado y organizado grupo juega con las mismas herramientas que tú: el poder de Prigozhin en ese momento depende de los aliados con los que cuente y la lealtad que le presupongan. Inicialmente no hay aliados visibles, pero la propia rapidez y efectividad de tu acción en las primeras horas proyecta que puedes tener más del poder que tienes en ese momento. En contraste, tu rival (Putin y su cúpula militar) aparece débil.
Para terminar de redondearlo, al final del día resulta que llega un aliado de Putin, el presidente bielorruso Alexandr Lukashenko, negocia en nombre de Putin una salida con Prigozhin: se exilia a Bielorrusia sin cargos penales asociados y se amnistía a los rebeldes wagneritas. Putin no vuelve a aparecer en escena. Prigozhin no ha sido derrotado por la fuerza. Su proyección no es necesariamente fuerte, pero la de Putin acaba como nítidamente más débil que antes.
Así que no ha habido golpe de estado canónico en Rusia, pero la jefatura del estado ruso sí ha sufrido un golpe cuya intensidad es consecuencia directa y única del propio sistema de gobernanza instalado por esta jefatura.
Putin instauró un modelo en el que todo depende de lo creíble que sea la fuerza que proyecta. Esa proyección le sirve para mantener una coalición de aliados que crea que el coste de oponerse a él es inaceptablemente alto. Pero con la invasión se ha puesto a sí mismo en una situación que dificulta mantener esa ilusión. En consecuencia, se reduce el coste percibido de plantarle cara, a la vez que incrementa el de mantenerse a tu lado. La invasión de Ucrania sigue siendo el error estratégico central de Vladimir Putin, y el ni-golpe-ni-motín de Prigozhin no hace sino confirmarlo una vez más.
Raramente son fáciles de predecir, o lineales, estos procesos de erosión de la credibilidad en sistemas en los que la información no viaja de manera transparente. Igual que no conocemos todos los pequeños eventos que desembocaron en el desafío de Prigozhin, tampoco conocemos la cadena de los que llegarán ahora. Solo podemos intuir la dinámica general por movimientos visibles en la superficie. Esto es un poco como tratar de anticipar un tsunami mirando las olas desde la playa: solo funciona cuando ya está encima.
Muy interesante.
Únicamente hay que repasar la fórmula, ya que sería un sumatorio, pues son elementos con coeficientes independientes, pero por lo demás muy aclaratorio.
Muchas gracias,
Justo esta mañana he estado hablando sobre esto con un compañero de curro (ruso, pero afincado en la actualidad en Reino Unido) y me ha aportado una perspectiva interesante.
Segun él, este enfrentamiento lo que ha permitido es que mucha gente se hiciera fotos con el grupo Wagner en las ciudades ocupadas y que, indirectamente, los ciudadanos que tienen algún grado de descontento con Putin, vean que no están solos.
Mi compañero considera que pueden crecer los problemas internos poco a poco y que ese descontento que puede existir termine cristaliza do en alguna acción violenta en algún punyo del país.
Yo no lo termino de ver claro, pero creo que es innegable que Putin es, en apariencia, un poco más débil que hace una semana.