🧠 No somos crédulos
Un libro que ha mejorado mi comprensión sobre cómo entendemos las cosas, y la traducción de sus enseñanzas al ámbito de las vacunas (por coger uno así al azar, eh).
Hacía tiempo que no leía un libro que me influía tanto. Por eso quería traerlo aquí.
Mi interpretación del argumento esencial de este maravilloso trabajo se resume en el título de esta entrega: no somos crédulos. En los siguientes párrafos y hasta nuevo aviso no volcaré ideas mías, sino mi extracción sintética de las de Hugo Mercier. Creo sinceramente que en estas ideas hay claves para tener mejores conversaciones sobre cosas que importan.
La comunicación entre individuos cuyos intereses no están perfectamente alineados es intrínsecamente frágil: ¿por qué íbamos a confiar en alguien que no busca lo mismo que nosotros en la vida? Para hacerla estable, uno debe comunicar fiabilidad. Pero la comunicación verbal humana no tiene ninguna manera propia de hacerlo. Así que recurrimos a otros mecanismos adicionales, externos al lenguaje.
Eso es la señalización costosa: imponemos un coste lo suficientemente alto sobre aquellos que lanzan mensajes no confiables. Así producimos fiabilidad por fuera de la alineación de intereses: marcando los mensajes y emisores confiables/desconfiables.
Idealmente, esto produce un entorno de vigilancia abierta en el que una serie de mecanismos cognitivos que, infringiendo costes de señalización en emisores no fiables, minimizan la exposición a información no confiable.
Pero cuando los mecanismos de vigilancia abierta sofisticada son interrumpidos, volvemos a lógicas de vigilancia cerrada. Empleamos “pistas” de similitud (creemos a quien es más parecido a nosotros porque intuimos que tenemos intereses más parecidos), cercanía cognitiva (confiamos en aquello que encaja con lo que ya sabíamos, o creíamos que sabíamos), etcétera.
La polarización no sustancial se apalanca en estas lógicas cerradas subrayando la supuesta mala fe del rival, sus intereses en teoría contrarios a los nuestros, y la igualación por la mínima. El ejemplo más sofisticado nos lo da Vladimir Putin (y, en realidad, todo el aparato argumentativo del régimen ruso) sobre Occidente: a cada oportunidad, señala que “ellas también juegan sucio”, esencialmente equiparando su autoritarismo con prácticas democráticas, como cuando dijo en junio de este año que “from American sources, it follows that most of the cyberattacks in the world are carried out from the cyber-realm of the United States” (no es cierto).
En contraste, el trabajo del mercado de las ideas consiste en:
1 presentar argumentos bien razonados (conscientes de los mecanismos de inferencia y plausibilidad existentes)
2 transparentar los intereses propios y los ajenos, para dejar claro desde dónde parte cada uno
A partir de ahí, esperamos que se activen los mecanismos de vigilancia abierta que castigan errores, haciendo la señalización costosa.
Pero lo habitual es partir de la vigilancia cerrada, que hace mucho más probable rechazar un mensaje que creérselo. Desde este punto de vista, el foco no está tanto en evitar el engaño (es decir, buscar razones para descartar un mensaje) sino en buscar razones para aceptar un mensaje.
Esta es la situación normal en 2021, con el crecimiento exponencial de información disponible facilitado por la conectividad. Es totalmente imposible mantener una vigilancia abierta constante. Así que, de primeras, la audiencia suele ser escéptica salvo que la fuente ya tenga reconocimiento y credibilidad siguiendo, por ejemplo, los criterios groseros pero útiles de similitud y afinidad antes enunciados. Buscamos encaje con nuestra posición previa.
Desde este punto de vista, pensar que la gente toma tal o cual decisión que consideramos errónea porque se tragó un montón de fake news es entender la causalidad al revés: adquirimos aquellas creencias erróneas que no contradicen donde ya estamos.
Así, el mercado de información se convierte en un mercado de justificaciones. Este mercado es particularmente útil para aquellas decisiones que anticipamos como problemáticas.
El problema con cualquiera que consideremos que está equivocado no es que no sea lo suficientemente vigilante con su entorno, sino que no es lo suficientemente abierto en su vigilancia y sólo adquiere argumentos cercanos. Y, en el peor de los casos, la vigilancia puede llegar a servir para conseguir información sobre el rival (dónde se posiciona el contrario) para mejorar la defensa propia.
Un ejemplo práctico: vacuno-escépticos
Hasta aquí mi síntesis de Not Born Yesterday. Ahora tratemos de aplicarla al caso de desinformación que más nos interesa en el mundo entero hoy día: las vacunas.
La verdad, desde esta perspectiva, lo sorprendente en realidad es que haya tanta gente confiando en ellas. La pandemia y su respuesta ha producido un aluvión de información compleja inasumible por cualquier ser humano en tan poco tiempo. La mayoría de ella, o la más crucial en el último año, se refiere a las numerosas vacunas desarrolladas en tiempos récord pero construidas sobre tecnologías que llevaban décadas en desarrollo sin recibir apenas atención de la opinión pública. Todo ello en un entorno de altísima incertidumbre, con nuestras alertas y miedos disparados, lo cual nos incentiva a desconfiar de potenciales amenazas que no entendemos bien. Pero, a pesar de todo ello, una mayoría del mundo está confiando correctamente en las vacunas. De palabra…
…y de actos.
¿Por qué está pasando esto? Propongo dos razones complementarias dentro del marco analítico merceriano.
1 El coste de no vacunarse es demasiado alto y por tanto justifica la inversión extra en vigilancia abierta. No me refiero solo al coste de enfermedad grave y muerte por COVID, sino también al coste social, a la sanción comunal de no protegerte ni ayudar a proteger a todos los que te rodean.
2 La cascada de confianza se activó con la vacunación del personal de salud. La decisión de vacunar primero a los trabajadores de la sanidad, común a casi todos los países hasta donde yo he podido ver, no fue solamente de justicia o de inteligencia táctica (protejamos primero a la primera línea contra el virus), sino tambien de inteligencia cognitiva y emocional. Si tu médico de referencia, persona en la que habitualmente confías para asuntos relacionados con tu salud personal, se vacuna, ¿por qué tú no? El médico actúa aquí como interfaz entre el espacio de vigilancia cerrada al que perteneces tú y de vigilancia abierta al que (idealmente) él pertenece. Tiene acceso privilegiado así como todos los incentivos del mundo a informarse bien sobre las vacunas. Mientras tú puedes confiar en él porque dispone de esa credibilidad y porque además intuyes que sus intereses y los tuyos están alineados. No va a ganar ni un centavo vendiéndote una vacuna gratuita. Y va a perder mucho si a él o a tí (o a ambos) no os funciona, o si os produce un efecto secundario grave.
Creo que estas fueron las dos llaves que abrieron las compuertas de la vacunación. Y que en aquellos países, zonas o segmentos poblacionales donde permanece un significativo grado de escepticismo es precisamente porque no han funcionado como deberían. En ellos, la difusión de información imprecisa o análisis coste-beneficio sobre decisiones individuales de vacunarse que sobre-estiman los costes están dirigidas por una búsqueda de lo mejor para la comunidad y los individuos que la conforman, pero lo hacen en un esquema de vigilancia cerrada, de circulación fragmentaria de dicha información, que no permite un recalibrado de la misma.
Traducido: mucha gente en grupos de WhatsApp con personas de confianza pasando info errónea “por si acaso” que refuerza sus (muy comprensibles, pero erróneos) miedos iniciales hacia la vacuna.
Desde este punto de vista, las acciones para garantizar la mayor tasa de vacunación posible se centrarían en:
→ Explicitar el coste de no vacunarse, reduciendo el coste de sí hacerlo; es decir, facilitando acceso a quien más difícil lo tiene: por distancia, por falta de cobertura de salud, por indisponibilidad de días libres para poder vacunarse, etcétera.
→ Apoyarse en referentes comunitarios que hagan de interfaz entre el entorno de vigilancia cerrada y el de vigilancia abierta para los individuos. Médicos, pero también líderes religiosos, políticos locales, líderes sociales, etcétera pueden ser de particular utilidad.
Pero en realidad el resumen es tratar a las personas como actores racionales. Con sus problemas (como todos los tenemos) para filtrar la información buena de la mala y sus limitaciones cognitivas (que las tienes tú igual que yo, o cualquier otro individuo armado con un cerebro que ha tenido que pasar mucho para convertirse en una herramienta analítica de un mundo sedentario desde aquello para lo que fue diseñado hace decenas de miles de años). Pero racionales al fin, en el sentido básico de que buscan lo mejor, o lo menos malo, para ellos y los suyos.
O, dicho de otra manera, no tratar a la gente como idiota. Cualquier cosa que implique o transmita esa sensación alejará al emisor del receptor, planteará una brecha que se puede percibir como de incentivos (“a este tío qué le importa mi bienestar si me trata así”) y activará la vigilancia cerrada para rechazar el nuevo mensaje que llegue.
Ahora: ómicron
En su fabulosa newsletter, la economista Emily Oster abordaba esta semana la cuestión que muchos quizás se están planteando ahora mismo. Algo así como “Un momento: si hay riesgo de que las vacunas funcionen peor contra ómicron o contra otras variantes futuras, ¿por qué me recomiendan que me ponga un refuerzo?” Su respuesta: esencialmente porque es extremadamente poco probable que te haga daño y es muy posible que te ayude contra ómicron o futuras variantes. Todo ello lo enmarca en el hecho de que normalmente tardamos años en definir y ajustar los regímenes apropiados para una vacuna: cuántas dosis, cada cuánto, de qué tipo y cantidad para cada perfil. Con esta no va a ser diferente. Pero como estamos en mitad de una pandemia en la que llevamos cinco millones de muertes, lo razonable es no esperarse a tenerlo todo e ir actuando con la información disponible.
Hasta aquí, todo de acuerdo con la OMS, la CDC, el ECDC europeo… cualquier autoridad de salud o política en el mundo. Pero su problema (y el mío) es con la manera en que se ha planteado esta recomendación. Cito.
No es que el mensaje que se envía actualmente sea erróneo. Los consejos que recibimos -sobre potenciadores o cualquier otra cosa- suelen basarse en los mejores conocimientos del momento. El problema es que con demasiada frecuencia se transmiten con un aire de certeza que el conocimiento no respalda.
Esto estaría bien si las personas fueran robots amnésicos. Si todo el mundo se levantara por la mañana, olvidara todo lo del día anterior, comprobara la orientación actual y la adoptara sin problemas, entonces la estrategia de cambiar la orientación cada día sería genial. Permitiría incorporar incluso pequeños cambios en los conocimientos de forma fluida.
Pero las personas no somos robots amnésicos, y nuestra confianza en la orientación se basa en la coherencia y la comprensión. En este mundo, necesitamos mensajes con más matices, mensajes que expliquen mejor por qué la orientación es la que es y por qué podría cambiar.
Es muy probable que debas recibir un refuerzo. Esperemos que ahora pueda hacerlo entendiendo un poco más el porqué.
Volvamos con esto al modelo de actor racional que propone Hugo Mercier en su libro.
Si partimos de la base de que nuestra posición por defecto es de rechazo de mensajes nuevos, de escepticismo más que de credulidad, y que nuestro trabajo real en el debate público es abrirlo a aportaciones que sean capaces de persuadir por la propia calidad de los argumentos, la propaganda vacía de sustancia de cualquier tipo es justo lo contrario a lo que deberíamos estar haciendo. También si se empuja con un fin teóricamente justificado, como la protección mediante vacunación de la mayor parte del mundo. De hecho, incluso más en este caso, porque, como decía Emily Oster, “nuestra confianza en la orientación se basa en la coherencia y la comprensión”. Y este es el peor momento posible para poner en juego la credibilidad de quienes defendemos que, hasta prueba fehaciente de lo contrario, las vacunas son de lejos la mejor estrategia para salir de la pandemia.
Creo que esta misma lógica es extrapolable a cualquier otra área del debate público, y que puede hacer bastante (o al menos algo) por mejorarlo.